El tenía diecisiete años y se sentaba en la primera fila. No por un
interés especial en las materias, sino porque ya para entonces era medio sordo,
algo que nadie más sabía. Para encubrir su temprana sordera se hacía pasar por
empollón. Se reía cuando se metían con él, orgulloso de mantener tras su coartada un
secreto tan comprometido.
Ella, también diecisiete, era
preciosa y se solía sentar en la última fila. Esto era debido a una falta de
interés absoluta (y pública) en las materias; en cambio oía perfectamente y le
gustaba estudiar al margen de los guiones oficiales. Había empezado a fumar
pronto para distraer a sus amigos de sus extraordinarias, y siempre
sospechosas, buenas notas.
Compartieron clase durante varios
años aunque nunca hablaron directamente. Él lo intentó en un par de ocasiones a
través de terceros sin demasiado éxito. En su caso, el pasillo que separaba sus
mesas (consiguió esta posición estratégica en dos cursos) era lo más parecido
al muro de Berlín (el muro del 62).
El creía profundamente en el
destino. Sobre todo creía que cuando algo tiene que ser, es. Por esto, y por
otras cosas, entre ellas su inocencia, decidió apostarlo todo a una carta.
Lanzaría una botella al mar con todo lo que tenía que decirle, que no era poco.
Y así lo hizo, ahí se declaró y confiándolo todo a su destino se acercó al
muelle y lanzó la botella lo más lejos que pudo. Esto fue el último día de instituto.
Ahora él tiene cincuenta años,
está divorciado desde hace unos diez y tiene dos hijos. Ahora suele pasear solo
por el muelle para matar las tardes de los domingos. De vez en cuando se
acuerda de la botella, qué sería de su botella... Qué sería de ella…
Ahora ella, también cincuenta, vive tierra adentro.
Hace tiempo que se casó, y también tuvo dos niños. Sigue casada y es feliz.
Vive en un bonito caserío a los pies de la montaña. A veces bajan a la ciudad
para ver la última de Woody Allen o cenar en el restaurante en el que su marido
(quién si no) le pidió la mano. Desde hace tiempo vive en uno de esos lugares
en los que difícilmente nunca llegará una botella lanzada al mar.