Las ironías hay veces que no caben por la puerta.
He leído
esta mañana (siempre llego tarde) que Don Juan Carlos va a sancionar su propia
ley de abdicación. Me recuerda a aquellos años mozos en los que uno era rey de
si mismo y creía que todos los países eran repúblicas perfectas. Ahora, un poco
más tarde, uno cree muy poco de casi nada. Uno sospecha de las promesas
idealistas para bajos fondos intelectuales sustentadas en finas capas de aire,
también (sospecha) de los días sin problemas y de las promesas de amor (es
ahora o nunca).
Uno, que tampoco vive a cuerpo de rey, pero que no se queja,
sancionó hace tiempo su propia abdicación. Dejó al yo que descansara… iba
siendo hora pese al poco tiempo en el que ejerció su cargo. Desde entonces, es
el otro el que rige los destinos de este escribiente. Es otro el que dicta.
Pero este, que recoge mareas y perpetra halagos, ve en este
retiro la vida clara, despejada. Sus horizontes quedan por fin entre la última
ola y la primera nube, el agua está definitivamente tibia.
Se llega a disfrutar la vida sin el peso de uno mismo.