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jueves, septiembre 29, 2005

Espías y arañas

Miguelín, que así fue llamado el tiempo que disfrutó del envoltorio de niño, tuvo toda su infancia espías dentro de sus huesos. Espías que le provocaban un dolor intenso y trágico, que normalmente lo dejaban postrado durante días.
Su madre trataba de calmar estos dolores, con friegas de alcohol y vendas. Alcohol de noventa grados aplicado con severidad y oficio. Después vendaba cuidadosamente ambas piernas, como si lo estuviera embalsamando, y le susurraba “los espías ya tienen lo que pedían, ahora te dejarán tranquilo”. De esta forma, Miguelín, creyó hasta los doce años, que tenía espías dentro de sus huesos.
Miguel, ahora ya con la edad propia de tomarse en serio (gran error), siempre tuvo propensión a una fiebre alta. No importaba la dolencia, la cuestión es que el termómetro se disparaba, fuera cual fuera la causa. Estas cumbres térmicas venían acompañadas de accesos de delirio. Y estos accesos de delirio venían acompañados de un terror inconfesable (ya era adulto) y recurrente. El terror, último proceso de esta cadena, nacía del delirio que transformaba la lámpara de la habitación, en una araña. Lentamente, avanzaba hacia él, y aunque nunca llegara a tocarle, todos los momentos parecían ese mismo.
Miguelín, otra vez llamado así por viejo y cansado, sabía que no existían espías en su cuerpo; y había logrado terminar con la araña, cambiando la lámpara hacía muchos años. Ahora Miguelín tiene un terror real y científico. Un tumor ya demasiado extendido y que le concede pocas hojas de calendario.
Miguel pasó por muchas cosas a lo largo de su vida, quizá demasiadas, o quizá pocas, todas las vidas son o no son, en comparación a otras vidas.
Ahora tumbado en un hospital, por fin el último, de todas aquellas horas distribuidas entre las categorías básicas que rodean a cualquier hombre, ya sea odiar o querer u olvidar… sólo es capaz de pensar en espías y en arañas.
Rodeado de familiares que ya lo dan por muerto y hablan de próximos bautizos; y nietos que no lo han visitado más de tres veces, Miguel está deseando que le llegue la hora, su hora.
Era tan feliz con estos dos momentos bajo sus párpados, que empezó a dejarse ir. Aquel dolor, insoportable en su tiempo, y aquel terror, que lo mantenía encogido durante horas, le llevaban dulcemente a otro lugar. Su lugar.
Miguel o Miguelín, arañas o espías, se iba maldiciendo quedamente, en un susurro, a familiares, amigos e interesados, que asistían sin saberlo, a la despedida de aquel viejo inservible y roto, que ya sólo deseaba reunirse con sus dos únicos momentos de felicidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

qué solos se quedan los vivos..